Elías se levantó y lo primero que
dijo fue <<Mi cabeza>> y sin entender que pasaba a su alrededor.
Parecía un túnel sin fin y trataba de explicarse que era aquel sitio.
- Padre ¿Qué ocultabas? – dijo Elías.
Después de dos horas llegó al final del camino en una pared de piedra y todo exhausto tan solo dijo “¿Esto es todo?”; Elías veía a su alrededor y no entendía. Quizás su padre nunca le contó el final porque no terminó el camino. Rendido en el suelo busca una explicación rápida porque estaba siendo perseguido. Miró al suelo y vio que las piedras azules rodeaban una puerta de madera muy disimulada. Comenzó a buscar los bordes de la puerta para de alguna manera lograr abrirla. Teniendo todo limpio, en la puerta decía su nombre, Elías. De un borde levantó la puerta y vio otro camino con las mismas piedras azules. Bajó y vio una luz blanca a lo lejos.
- Padre ¿Qué ocultabas? – Dijo.
Elías se acercó lentamente al altar y vio que estaba cubierto por una manta transparente. Lo destapó y vio un cuaderno viejo. Con su mano quitó el polvo para apreciar la portada. Decía “Mi Rama”. Elías lo agarró se sentó y se apoyó en el altar. Abrió el libro y las primeras palabras que leyó fue “Ahora te entrego esta rama, depende de ti si aprendes a quererla como yo te he querido”. Dio giro a la siguiente hoja y encontró un pedazo de rama. Lo agarró con mucha delicadeza y lo miró detenidamente. Lo dejó a su costado y siguió leyendo.
Pasaron 5 horas que leyó el libro y en el transcurso de la lectura, sonreía, lloraba, dudaba, se preguntaba, y a las finales, entendió y lo único que hizo fue alzar la mirada y decir “Te entiendo padre. Cuidaré mucho de ti”.
Elías se dio cuenta que aún tenían hojas en blanco. Se asomó en el altar y encontró un lápiz. Agarró y comenzó a escribir. En las 2 horas que se la pasó escribiendo, terminó escribiendo la misma frase de su padre, pero con una ligera modificación. “Ahora te entrego esta rama, depende de ti si aprendes a quererla como yo te he amado. – Elías.”
Cerró el libro y se paró. Dejó el lápiz en su sitio y solo dijo:
- Ahora tengo mi razón para sonreír. – Gritó.
- ¿Qué quieres de mí? – Gritó Elías.
- Tú sabes que quiero de ti y no descansaré hasta que tu alma sea mía.
- ¿A qué temes Elías? – Sonrió – Somos amigos y lo único que quiero es ayudarte.
-
No. – Se lanzó al agua.
- Eres un tonto Elías. Solo harás que las cosas empeoren para ti. Al final de todo, morirás en mis manos y nadie tendrá el valor de salvarte.
Elías se echó en el suelo y descansó. Cansado de todo, se quedó dormido y entró a un sueño profundo.
Regresó al mismo escenario que había soñado antes. Elías se sentó en la misma banca. Se dio cuenta que el paisaje no era el mismo. Veía un paisaje desierto muy a parte del ambiente de donde estaba. Había casco de guerras tirado y muchas armas en el suelo.
- ¿Qué habrá pasado aquí? – Se preguntó muy arrogante.
- ¿Por qué lloras niño? – preguntó el hombre con mucha desesperación por su tristeza.
-
Mis amigos no quieren jugar conmigo. – se sentó
el niño a su costado del hombre.
- Eso ya no va a importar cuando crezcas niño. Ya debes de pensar en madurar. – su frialdad le ganó al hombre.
- ¿Cómo te llamas? – Entusiasmado preguntó el niño.
- Me llamo Dante. – Respondió.
- ¿Qué quieres hacer? – el hombre se sorprendió porque agarró lo que estaba fumando.
- Quiero hacer cosas maduras. – Sonrió el niño.
- No hagas esas cosas. – le gritó – puede hacerte mucho daño.
- ¿Y usted por qué lo hace? – dijo.
- La vida es gris. Debemos adecuarnos a esa tristeza niño. Debemos madurar y hacer cosas de adulto. – lloró.
- Mi padre murió. Me dijo que iba a regresar a jugar conmigo. Pero sabes, él aún sigue jugando conmigo a pesar que desde acá puedo observar su sombrero de batalla. Me dijo que las batallas no son las que luchamos con otras personas, sino las que luchamos por ver entre las tormentas. No me gusta que mis amigos estén triste porque sus padres ya no regresarán. Mírame, sé que mi padre está entre ese desierto, pero estoy aquí, queriendo jugar, sin perder mi espíritu de niño. Madurar no consiste en hacer cosas de grandes y mirar el mundo frio y cruel. Consiste en un juego, pero ¿Qué clase de juego? Nuestra felicidad y nuestra agonía. – el niño agarró una rama – mi papa siempre me dijo que cada vez que vea a un niño triste y que intente comportarse como adulto, le diera esta ramita. Ahora aprende a querer este pedazo de rama. Esto tan insignificante, pero tan valioso. Como tú. Tan insignificante para el mundo, y tan valioso para mí.
Dante agarra la rama y le dice al niño con lágrimas.
- ¿Quieres jugar entre el desierto? – sonrió – Puedo cargarte y simular que estás volando.
- Vamos hijo, juguemos. – sonrió.
"Relatos del Monseñor"
©
1ª Edición: Editada y corregida.
Autor: Gustavo Ballena Rázuri, Lambayeque, Perú.
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